Carlos Tavares sigue soltando perlas, ahora a por Volkswagen, BMW y Mercedes

Carlos Tavares sigue soltando perlas, ahora a por Volkswagen, BMW y Mercedes
Carlos Tavares: En las fábricas europeas se montarán coches chinos

La escena es fácil de imaginar. Suena la sirena del primer turno, la línea se pone en marcha, los robots saludan con su coreografía naranja y, a mitad del día, alguien se da cuenta de que lo único distinto es el emblema del capó. Mismo olor a metal caliente, mismas manos, otro dueño. Carlos Tavares, exCEO de Stellantis, lo ha dicho sin anestesia. Las fábricas europeas no se apagarán, pero en sus naves se ensamblarán coches chinos. Y los grandes nombres alemanes, con Volkswagen, BMW y Mercedes a la cabeza, perderán el papel protagonista que han ocupado durante un siglo.

La advertencia no viene del cuñado en la sobremesa del domingo. Llega del hombre que comandó Stellantis hasta finales de 2024 y que ahora, con la paz de quien ya no tiene que ir a una reunión a las ocho, pone negro sobre blanco una predicción que incomoda. Solo quedarán cinco o seis fabricantes a nivel mundial. Tavares cita a Toyota, Hyundai, BYD y otras firmas chinas como Geely. En su mapa del futuro, los europeos desaparecerán como marcas, con Tesla en el mismo saco, y lo que hoy damos por sólido será un recuerdo con logo vintage. Lo paradójico es que los empleos podrían mantenerse. Harían falta técnicos, operarios, jefes de equipo. Harían falta fábricas. Cambia el timón, no la tripulación.

La tormenta ya está sobre el radar y la pantalla enseña manchas difíciles de ignorar. Mercedes arrastra una caída de ingresos y beneficios que la ha puesto a dieta. Los clientes, dice Tavares, giran el cuello hacia los coches chinos con un interés creciente. A Volkswagen no le salen las cuentas en varios puntos del mapa y lo ha demostrado con un anuncio que dolió en casa. El cierre de al menos tres plantas en Alemania. A partir de ahí, el resto de la historia parece escribirse sola. Inversores chinos alrededor de los portones, sindicatos con la lista de prioridades bien clara, la primera de todas el empleo. Si la plantilla sigue, quizá el nuevo cartel en la fachada no suene tan mal.

El argumento de Tavares tiene una trastienda que Europa no puede esconder. El Viejo Continente empujó con fuerza la electrificación, marcó calendario, elevó el listón normativo y dejó un hueco perfecto para quien supiera fabricar baterías a precio contenido y con escala. China llevaba años afinando esa partitura. Integración vertical, dominio de la cadena de valor, proveedores locales, química de celdas bajo control. Cuando Europa encendió el semáforo verde, ellos ya salían lanzados desde la pole. Aquí nos atrapó la transición con la cartera en diésel y gasolina, y el software todavía en prácticas.

Mientras discutimos si fue el calendario o la ejecución, el resto del mundo se mueve. En Estados Unidos, Lucid anuncia un rival del Tesla Model Y con conducción autónoma de nivel 4. No es solo un titular rimbombante. Es una señal de que el lujo tecnológico no se rinde, aunque esté a años de hacer caja estable. En Francia, Alpine despide al A ciento diez con un adiós que sabe a renacimiento eléctrico. En Japón, Mazda enseña un prototipo llamado Vision X Coupe que recupera el motor rotativo como generador junto a un sistema eléctrico. Tres postales que suman lo mismo. La innovación no ha frenado. Cambia de acento, cambia de fuente de energía, cambia de prioridades.

Europa aún fabrica coches con un ajuste de paneles que enamora y chasis que cuentan historias en cada curva. Pero la pelea de esta década va por otras vías. Capacidad de producir baterías a escala, software que se actualiza con la misma velocidad con la que cambias de playlist, costes por kilovatio hora que no te saquen del mercado antes de empezar. Ahí la ventaja asiática se estira. No pasa por magia. Pasa por inversión continuada, por un ecosistema de proveedores que crece en proximidad, por una cultura industrial que no ha dudado en abrazar la tecnología de las celdas como si fuese acero.

El otro elemento incómodo es el precio. Los coches chinos llegan con una relación entre contenido y tarifa que rompe la inercia mental del comprador europeo. Si además el diseño deja de parecer un ejercicio de copiar y pega y el software no se cuelga en la primera actualización, el interés se convierte en compra. Tavares no habla del consumidor medio como un romántico de museo, habla de alguien que necesita un coche y mira lo que se puede pagar. La fidelidad a la insignia dura hasta el momento en que el banco te hace un gesto con la cabeza.

En la planta de Zwickau o en la de Bremen, esa discusión se oye lejos. Allí importa si habrá tres turnos o dos, si la subcontrata renueva o recorta. Por eso los acuerdos puente que mantienen abierta la persiana parecen razonables. Tavares los ve como un paréntesis que no cambia el final del libro. Una transferencia gradual del poder industrial desde Europa hacia Asia. No es una guerra relámpago, es una erosión silenciosa. Va con decisiones de compra, con alianzas, con cierta resignación mal disimulada en algunos consejos de administración.

La hoja de ruta que propone el ex jefe de Stellantis es dura de tragar, aunque tiene grietas por las que colarse. Europa todavía puede jugar. No tanto con nostalgia de marca, sino con tecnología que de verdad resuelva problemas. Química de baterías con menos dependencia, plataformas eléctricas modulares que no se conviertan en lastres contables, software que deje de ser un freno. También con valentía para reconocer que habrá que colaborar con quien hoy vemos como competidor. La lista de supervivientes que menciona Tavares incluye japoneses y coreanos que llevan años haciendo los deberes sin hacer ruido.

La mención a Tesla como marca que tampoco sobrevive añade pimienta. No porque Elon vaya a cerrar la persiana, sino porque la diferencia que le hizo imbatible ya no es tan exclusiva. En Europa, sus cifras bailan y el resto ha aprendido a apretar. En China, la competencia es brutal. El juego deja de ir de ser el primero y pasa a ser el que mejor aguanta la presión del margen. Con esa música de fondo, la predicción de un tablero con cinco o seis piezas no suena a excentricidad, suena a ajuste inevitable cuando la escala manda y la inversión tiene que ser oceánica.

Vuelvo a la línea de montaje de la primera escena. El trabajador que ajusta la puerta, la ingeniera que revisa el torque, el técnico de mantenimiento que escucha el zumbido de un motor eléctrico y sabe si algo va fino o no. Sus competencias siguen siendo oro. El capital desea esa pericia y no le importa tanto el escudo que aparece en la parrilla. El conflicto es otro. Es de identidad, de orgullo, de quién manda en el diseño y en el software. Para el cliente medio, si el coche funciona, corre lo que promete y no se deprecia en un abrir y cerrar de ojos, la bandera queda en segundo plano.

Que Europa allanase el camino de la electrificación no fue un error por sí mismo. Lo fue pensar que bastaba con legislar para ganar. Tavares apunta la herida y aprieta un poco. No para recrearse, sino para recordar que la ventana de oportunidad se está cerrando. A la vez que Lucid presume de tecnología, Alpine se reinventa y Mazda experimenta con un rotativo eléctrico, los chinos afianzan su dominio en baterías y afinan la receta del precio. En ese cruce de caminos, Volkswagen, BMW y Mercedes se juegan más que un trimestre. Se juegan seguir mandando o dejar que otros usen sus fábricas mientras ellos se quedan con la nostalgia.

La sirena del final de turno suena. Las luces no se apagan. Mañana habrá coches en la campa. No está escrito qué logo brillará a la luz de la mañana, aunque el pronóstico de Tavares pesa como una tapa de acero. Quien crea que basta con apelar a la historia va tarde. Quien entienda la velocidad del cambio quizá todavía tenga tiempo de ajustar el rumbo antes de que otro escriba su nombre en la placa de la puerta de la nave principal.